sábado, 15 de agosto de 2009

JUAN GIL BLAS . Una narración.







UN BESO DE AMOR ETERNO


Esa noche negra y lluviosa como hacía mucho tiempo no se veía, la militarización de la ciudad de *** abarcó tanto las entradas como las salidas, los soldados controlaron las cercanías de los cuarteles atrincherados en sacos de arena y muros de hormigón, y las patrullas, unas a pie y las otras motorizadas, recorrieron las calles silenciosas con la tensión propia de los tiempos de guerra. Ningún vivo desarmado fue tan atrevido como para salir a caminar en una situación tal, y sólo las gatas negras en celo, una que otra, se vieron saltar por los tejados de las casas en busca de una luna amarilla que esa noche no encontró aliciente para salir a iluminar. La lluvia, parsimoniosa en su derrame de nunca acabar, obligaba a las patrullas a pie a buscar refugio bajo los salientes de los balcones o debajo de las ramas de los árboles centenarios de los parques, pero, a pesar del clima hostil y de las altas horas de la madrugada —las 2 y 15—, escampar no les significaba, ni más faltaba, distraerse de la vigilia. Se habían distribuido, siguiendo una estratagema acorde con los imprevistos de la zozobra reinante, preferiblemente cerca de los cerros que rodean la ciudad de ***, tanto en el sur como en el norte, donde, según rumores escuchados los últimos días, se realizaría la manifestación no autorizada de los muertos; que la debían disolver, a como diera lugar, a cualquier hora, en todo sitio, sin importar el número de muertos que la conformara, basadas las patrullas en los claros y contundentes argumentos de que los muertos no tenían motivo alguno para despertar de su merecido sueño a los vivos, y de que los muertos no eran más que eso: muertos.

La patrulla Equis, una patrulla como cualquiera otra, sólo que no era la Zeta ni la Che, sino la Equis, por culpa de una de esas situaciones tan comunes que suelen suceder a los hombres en la lotería en que termina convirtiéndose la guerra, había tenido la mala suerte de relevar a la patrulla Efe en el control del sosegado parque de *****, en el sur de la ciudad. Había iniciado el turno a la medianoche, tres minutos después de anunciar el reloj de la iglesia las doce. A partir de entonces, los ojos de los nuevos soldados apenas espabilaron un par de veces para dejar de ver por dos segundos las menudas gotas de la lluvia deslizándose frente a ellos al alcance de la mano, sin mojarlos, porque se hallaban escampados bajo un techo del atrio del templo, y entre lo poco que puede señalarse que hicieron los soldados antes de enfrentar la marcha de los muertos dos horas después, debe destacarse que permanecieron todo el rato con los índices derechos justo a un centímetro de los gatillos de sus fusiles; poco más hicieron, excepto el oficial de mando, quien a cada instante bajaba las escalinatas y se paraba en el andén a pasar revista a la soledad del parque.

Pocos kilómetros arriba, acaso no tantos porque la verdad es que nadie conoce el sitio exacto, la tierra de los pinares de las lomas no podía haberse humedecido más. En algunos parajes, la lluvia formaba pantanos parecidos a las arenas movedizas de la selva, y el aguacero, igual que en el parque, completaba la tercera noche sin descanso. Allí se improvisaban arroyuelos que se venían por la ladera trayendo a su paso latas de cerveza vacías, algún zapato viejo e impar, vidrios de botellas quebradas y cuanta basura menuda se les cruzaba; y en el plano sur de la ciudad, los pequeños ríos se canalizaban recostados a los andenes, seguían la dirección del parque y desaguaban en las alcantarillas, y uno de ellos vertía las aguas justo en el lugar donde se paraba con frecuencia el oficial de mando. Arroyos insignificantes, sin lugar a dudas, pero evidentemente mugrosos.

La patrulla Equis la componían cinco soldados además del oficial; éste se cubría de la lluvia con un albornoz verde cada vez que descendía las escalinatas. En la acera, miraba a un lado, se quedaba un instante con los ojos clavados en el fondo de la calle, y luego miraba al otro lado, también al fondo, inquieto y con el fusil cruzado en el pecho bajo el abrigo, y después se regresaba al atrio, con el fin de contagiar con su seguridad de nervios a los soldados, diciéndoles que los muertos no aparecerían por allí esa noche y que muy posiblemente a las patrullas Jota o Erre les correspondería la joda de disolverlos; ya lo sabrían de regreso al cuartel, al final del turno. Sin embargo, bastó poco tiempo para que en una de sus idas, el oficial, mejor dicho sus botas, porque fueron ellas y no otra parte de su traje de fatiga o de su anatomía las que descubrieron los primeros rastros, se detuvieran de pronto a la entrada de la alcantarilla, interrumpiendo el paso del canalete, un pie en la calle y el otro en la acera, la corriente chocando en pleno contra el derecho. Había creído escuchar el presagiador cloqueo de hueso lejanos que se acercaban y, en efecto, al bajar la cabeza, alertado por el duro objeto que chocó contra su bota, comprobó, sobresaltado y a la vez resignado, que los primeros huesos habían salido ya de las entrañas de los cerros y por lo tanto la manifestación podía aparecer pronto por una de las bocacalles que apuntaban al oriente. Hizo un ademán de mando a los soldados, subió las escalas de dos en dos, se recostó algo agitado a la puerta de la nave central de la iglesia, y desaseguró el fusil con un movimiento mecánico del dedo.

—Allá vienen esos esqueletos de mierda —pronunció entre labios.

Una fetidez del otro mundo se tomó el aire igual a como la lluvia lo había hecho desde el cielo: sin remedio. Era un olor insoportable, de mortecina y pólvora a la vez, tanto de la una como de la otra, pero de mortecina podrida cien veces y de pólvora vieja quemada a punta de metralla caliente, como el olor mismo de los infiernos modernos que ni los aguaceros juntos de todo el mundo podían suavizar. Eran los muertos, el aromático y ruidoso mitin de los muertos. Y desde un comienzo fue eso lo que fastidió al oficial de mando y lo decidió a actuar: no tanto que se tratara de simples muertos, sino que olieran tan feo y horrible y a la vez perturbaran la tranquilidad fugaz de *** con el bullicio atroz de 53 cortinas de bambú chocando al unísono contra el asfalto húmedo. Las razones para impedir la manifestación, comprobadas ahora por él mismo en persona, no podían ser ya menos que doblemente justificadas: no resistió el impulso de taparse la nariz con la mano libre.

Lo primero que vieron llegar los soldados al parque, arrastrados por la corriente, fueron huesos y pedazos de huesos, pues no todos se encontraban en perfecto estado, como la punta del fémur que había golpeado en la boca del oficial, y otros no tan largos como el pedazo de fémur, pero por suerte completos, como varios carpos y metacarpos de cuatro manos distintas pero unidas, dos o tres mandíbulas rotas y amarillentas, y algunas vértebras nones. También, parecido a una pelota blanca de carey, rodaba canal abajo un cráneo descascarado, en cuyo interior una rata luchaba por no ahogarse. Detrás, siguiendo las aguas, marchaba, mejor dicho se balanceaba, salpicando anárquicamente los charcos con su andar descoordinado, la sombría y sin causa manifestación de los muertos.

La marcha se había iniciado en la fosa común de *****, y si algún motivo debe señalarse para que aquellos corrompidos seres hubieran decidido salir a la calle aprovechando los estragos de la lluvia en la tierra, tendría que hablarse de su eterno aburrimiento de vivir por siempre sepultados sin la menor migaja de privacidad y bienestar edénico, lo mínimo a lo que debían aspirar como muertos habían presupuestado alguna vez en vida. La fosa tenía seis o siete metros cuadrados de superficie y otros tantos de profundidad. En ella se apiñaban, desde hacía tiempos —más o menos desde el inicio de la primera mitad de la guerra—, numerosos restos humanos en las más variadas posiciones, unos en proceso de descomposición, y los más, de lo viejo de muertos, no pasaban de ser puros flacuchentos esqueletos sin vestigio de carne, pero todos, los podridos y los puros huesos, guardaban la característica, ordinaria por cierto, de mostrar los dedos pulgares de las dos manos unidos por detrás con lazo por una sabiduría que no pasaba de ser paciencia y método. La fetidez no sólo se concentraba en aquella piscina inmunda. También, como un topo, se extendía subterránea hasta los prados de orquídeas y veraneras de las mansiones de los alrededores, cuyos moradores, de un tiempo para acá, habían huido de vacaciones a Cartagena de Indias para olvidar por unos días el inquietante aroma.

Por el tamaño de los cuerpos se adivinaba que varios pertenecían a niños. Otros, luciendo casquivanas minifaldas de cuero, pringadas de masas de gusanitos rojos del tamaño de los de las guayabas, sólo que rojos en lugar de marfiles, pertenecían a mujeres jóvenes y acaso hermosas, las modelos de Ruth quizás, pero la mayoría correspondía a varones de la misma edad. Unos estaban sentados, las piernas dobladas y el cráneo erguido. Otros, acaso católicos, apostólicos y romanos en el momento último de la vida, se sostenían misteriosamente arrodillados, como si el acto de clemencia pedida de ñapa a los enterradores un segundo antes de la primera palada de tierra jamás hubiera cesado; y los que permanecían más abajo, en el fondo, nunca tuvieron oportunidad distinta que extenderse a lo largo para poder recibir encima el peso de los demás. Un esqueleto de mujer, vestido de saya de flores carmesí, cubría con pudor las costillas con un brasier manchado y corroído, que las arañas de tierra habían escogido como el lugar más caliente de la fosa para anidar sus huevos; y otro, apretujado a su lado entre otros enredos de huesos, cargaba en brazos a un pequeño esqueletico de cincuenta centímetros, que entre las escasas mandíbulas perforadas por la descomposición del calcio, chupaba un biberón, y en él, en el biberón, en lugar de la leche hervida que la madre le había preparado la última vez la tarde del sábado de hacía siete meses, se revolvían feroces las lombrices. De uno de los cuerpos en descomposición de los que se encontraban arrodillados, pendía del omóplato un medallón de plata de la Virgen de la Candelaria y apenas vestía unos pantaloncillos rucios y sus carnes no eran más que tiras de mortadela vinagre a punto de desprenderse. En una mano momificada con ácido sulfúrico y levantada al aire como pidiendo limosna a los hombres o perdón a Dios por la ignominia, un crucifijo sin Cristo y una camándula consagrada a quién sabe qué santo, hacían sospechar que se trataba del estudiante del seminario mayor de *** desaparecido meses atrás sin dejar rastro.

Había cadáveres abrazados no por culpa de la montonera, sino del amor, como los de unos recién casados, que las raíces de un enorme pino que atravesaban de lado a lado la fosa, no traspasaron ni el tocado español de la novia ni el smoking de seda del novio, y que en los metacarpos anulares brillaban de ternura las argollas de oro del matrimonio; ella era más baja de estatura que el novio, y su calavera, adornada por un precioso velo blanco de Andalucía, reposaba en un solemne sueño sobre el cráneo de su amado. De los senos hinchados y a punto de reventar de una mujer muerta hacía unos veinte días, colgaba un rústico letrero de cartón, pintado en letras rojas de crayón, que decía: «P de Puta». De otro, también muerto recién, que aún llevaba encendida la grabadora en la música eterna del tango Sangre maleva y que empuñaba un cuchillo oxidado por ambos lados con el filo hacia arriba, pendía el letrero de «R de Rata»; y de otro, recostado a una de las barrancas de la fosa, cerca al sitio por donde había comenzado a desmoronarse la tierra y a formarse el riachuelo, el letrero colgado al cuello, perforado por un orificio redondo a la altura de una nuez de Adán imaginaria, decía «T de Travesti», y el cadáver depravado olía entre la tierra a pintalabios barato y a pestañina de Hong Kong. Así también, «V de Vagabundo», «L de Loco», «C de Cagón» y «Z» de Zángano, y otros tantos que completaban el abecedario español poco menos de dos veces, habitaban la fosa común de ***** aquella noche negra y lluviosa en la que la ciudad de *** durmió bien pertrechada después de las nueve. En total sumaban cincuenta y tres cuerpos, todos muertos a balazos en distintos días.

El derrumbe fue inevitable. Primero se presentaron los pequeños aludes que arrastraban los terrones de la superficie; después, bajo el rigor de un terremoto apocalíptico que abrió la fosa de par en par, la tierra cedió deshaciéndose en sosos y turbios arroyuelos. Se levantó el primero, o sea el último de los enterrados, una loca preñada, con los tendones del feto entre las piernas, y a ella la siguieron otros, ya casi descarnados del todo, y por último, los que eran más, los esqueletos, uno a uno levantándose para al final afuera continuar siendo tumulto sin quererlo.

Había quienes avanzaban de rodillas, y los que caminaban debían aguardar a cada cuadra para no dejarlos rezagados. No se gritaba nada, no se protestaba y ni siquiera tenía rumbo la manifestación. Se limitaba a avanzar tras el curso del riachuelo (quizás por efecto propio de la inercia al ser parte componente del derrumbe de la fosa, o quizá también porque lo primero visto era el agua, su dios, y debían seguirlo), abonado a medida de su paso con nuevos desprendimientos de huesos y pieles, tal como les sucedió a los recién casados en el momento de evacuar la fosa agarrando los bordes, que de las manos unidas en matrimonio cayeron varios dedos al agua y fueron de los primeros rastros en llegar hasta las botas del oficial en el parque. Uno de los muertos, un descolorido esqueleto anunciado como «P de Poeta» por el aviso colgado del esternón, y que se balanceaba desordenadamente al compás de la marcha imperfecta de todos, sostenía entre los huesos de las manos amarradas por detrás, un tarro de pintura en aerosol. Con grande esfuerzo, colocado de espaldas a la primera pared limpia de la guerra que encontró, apenas a tres cuadras de la iglesia, y con la letra torpe del niño que aprende a escribir, plasmó en ella los preciosos versos de Nicanor Parra que lo sensibilizaban en el momento, pero por falta de costumbre a la incómoda posición los terminó escribiendo de derecha a izquierda a los ojos de los vivos:

¡is etreum¡
!on selarenuf¡

¡is etreum¡
!on selarenuf¡

Los muertos marchaban felices, levantaban los brazos por encima de sus cabezas, aplaudían produciendo un escándalo mayor al de sus pies chapoteando en el agua, y ninguno parecía triste como en la fosa, ni siquiera el esqueletico con el biberón convertido en lombriguera, que había escalado la clavícula cortada a hachazos de su madre para poder ver mejor los avisos luminosos de los almacenes. Se encontraban dichosos de pisar de nuevo la calle, aunque fuese en una noche de invierno, tal como se hallaba «E de Ebrio», un viejo bonachón, vago y borracho que se lo llevaron un miércoles de ceniza mientras amanecía durmiendo en una banca de la plaza de **, que con la botella de aguardiente en el saco y con esa cara de trasnochado con que se levantó, parecía no caer en la cuenta de que estaba muerto, a pesar del tiro en la sien derecha y del sabor a frío de la tierra en su boca; de todas formas, también levantaba los brazos. Los 53 avanzaban apiñados, formaban un mitin compacto al que sólo le faltaba corear las consignas, pero les sobraba tierra, por montones, para lanzar al aire, quizás el único acto de rebeldía manifiesta que alcanzaron a propiciar esa noche.

Pero lo que no sabían (¿cómo iban a saberlo si no más trataban de ser felices siguiendo el arroyuelo que les había dado la vida?) era que en los días de guerra ocurrían más los sucesos trágicos que los dichosos, y por eso a los vecinos del parque, acostumbrados a no salir de sus casas pasadas las nueve de la noche, les correspondió ver desde las ventanas la ingrata recordación de sus muertos, las luces apagadas y las narices cubiertas, y a la vez fueron los únicos testigos del encuentro de la manifestación con la patrulla Equis, viviendo otra noche más de incertidumbre.
Ninguno de los muertos pensaba en la muerte cuando doblaron la esquina y desembocaron al parque.

La alegría del primer esqueleto cruzado por el fuego se desbarató como un edificio de cerillas: una bala certera le atravesó el espacio de las costillas y se perdió en la calle hacia el fondo. A los recién casados les acribillaron los huecos donde antes se alojaran sus flechados corazones. Al esqueletico los disparos le atravesaron el biberón, y al poeta el aerosol. Las balas tronaban antes de traspasar los órganos etéreos de los esqueletos, se incrustaban en la carne descompuesta de los otros y el plomo no podía más que pudrirse él mismo al primer contacto. Los seis hombres del atrio dispararon de pie sin necesidad de apuntar en las miras. Siempre con los fusiles en la cintura descargaron dos y tres proveedores cada uno de ellos, y aún después de ver correr en desbandada la marcha, durante un rato más tiraron al aire hasta que el olor nauseabundo desapareció del todo.

—Ojalá aprendan esos desgraciados que cuando se dice no —dijo para sí el oficial de mando al terminar la balacera—, es no.

La manifestación había dado vuelta atrás, riachuelo arriba. El orden amontonado lo disolvió el primer disparo, pues si algún recuerdo inconfundible de la vida conservaban los muertos, era precisamente el de las armas de fuego y cada uno de ellos no pudo más que sentir pavor al escucharlas bramar de nuevo. Nuevos ríos de sangre vieja surcaron las calles y se perdieron por las primeras alcantarillas que encontraron. También se despedazaron huesos y costillas, y varios de los esqueletos cayeron tendidos al piso por el impacto tenaz de las balas en sus líneas blancas, pero igual se levantaban y corrían detrás de los demás.

Ya en la montaña de ***** no podían estar más tristes, cabizbajos y cariacontecidos, pensándose cada uno como muerto de segunda mano, reflejando su pesadumbre en el vacío cada vez más oscuro de las órbitas de los ojos por donde penetraban las gotas de la lluvia. Regresaron los mismos 53. En el parque retumbaban distantes las detonaciones, y ellos, sentados en círculo, sostenían los cráneos con las manos y permanecían en silencio, asombrados de que la muerte todavía los persiguiera después de muertos. Fue el que escuchaba tango quien decidió regresar de nuevo a la fosa. Se arrimó a la cima, dejó la grabadora a un lado, se deslizó adentro, produjo un pequeño alud, se tapó el cuerpo, y antes de enterrarse del todo tomó la grabadora y se la colocó encima. Los demás lo imitaron. Uno a uno ingresaban y se echaban la tierra ellos mismos o los unos a los otros. Los últimos trabajaron más, pues de más tierra debieron cubrirse para que jamás la lluvia volviera a desmoronar su tranquilidad mal que bien ganada. La fosa se colmó con los recién casados, quienes juntaron los sobresalientes maxilares en un beso de amor eterno antes de que la tierra los cubriera del todo y por siempre.

FIN

(1989)

(Un beso de amor eterno fue publicado por primera vez en la revista “Dactylus” de los estudiantes de Doctorado en Español y Portugués de la Universidad de Texas, en Austin, U.S.A., en abril de 1999, con el nombre de La manifestación de los muertos.)


*****
*****
*****

JUAN GIL BLAS

Sin brecha que la fragmente

Nació en Medellín, en 1959, en el seno de una familia católica y conservadora. Desde los diecisiete años se dedicó a su formación autodidacta, y a pesar de haber ingresado a la Universidad, prefirió retirarse y participar activamente de la educación de las comunidades marginadas de muchas regiones del país. Vivió en Sajonia, Caucasia y Zaragoza (Antioquia), y luego en la Costa Atlántica. Asentado en 1984 en Sincelejo y después en Cartagena, viajó por todas las capitales de la costa y varios municipios, participando en la organización popular, al lado de comunidades cristianas inspiradas en la Teología de la Liberación. En Cartagena escribió sus primeros relatos. Rozado ya entonces muy de cerca por la muerte, en 1989 regresó a Medellín y comenzó a ejercer la literatura como compromiso de vida, haciendo el empate entre política y literatura, esa génesis de la más sólida literatura latinoamericana. Ya retirado de la égida colectiva, asume una vida
totalmente individual. En 1990 se va a vivir a Apartadó, en la región de Urabá, de donde datan sus primeros libros. Desde 1996 reside en Medellín. Acompañado de los amigos, se permite una dialogada libertad para crear, con un vigilante sentido común a favor de la literatura entendida como una manera de ser útil en sociedad mientras pasa el tiempo. Creyente en una necesaria justa balanza entre la circunstancia y la voluntad, dialéctico, soñador y solidario con un mundo mejor, se ha visto obligado a desempeñarse en otros oficios derivados de su literatura. Todo esto conforma su vocación, como acto de creación y vida, sin brecha que la fragmente.

Sus libros acarician, desde la más cara invención, una Medellín no contada: la del oprobio, la del odio, la de los gamines, la de los perseguidos, la de los ocultados, la de los silenciados, la de los miserables, la de hombres que hacen de la literatura un juego serio, un oficio no sólo para ganar amigos, sino para estimularlos a sobrevivir en la tormenta conociéndola mejor. Con humor, con estupor, con amor, animado por un sentido de lo social, lo político, lo ético y lo estético, navegando por mares de imaginación y creación. “Uno de los nuestros”. Quiere mucho a Joseph Conrad y poca gracia le hace el imperio inglés. El Hombre es lo que le interesa. Es la ignominia de su raza su cuento, como un espejito…, la necesidad de una racionalidad y una belleza mejor: el esfuerzo propio, como única arma contra la desesperanza.


Libros publicados:

-Diálogos de la Eterna Primavera (1992): Editorial El Propio Bolsillo. Impresión: Lealon. 37 diálogos, que muestran a una Medellín sometida a un poder bárbaro.

-Diccionario triste (1998): Autoedición. Impresión: Publicromía. 100 relatos (bastante poéticos), donde se profundiza el primer libro.
¬
-El Valle de los Perros Mudos (2000): Editorial Universidad de Antioquia. Impresión: Imprenta de la Universidad de Antioquia. Es un relato corto, una descripción y una ficción sobre el Valle de Aburrá poco antes de la llegada de los españoles en 1541.

-Dos Cuentos (2002): Ediciones Noche Verde. Impresión: Grafoprint. “Un beso de amor eterno”, que narra el absurdo de una manifestación de muertos; y “Un beso de amor eterno”, que trata del ser y la nada (del amor). Dos cuentos metafísicos, que pululan pura física.

-Colección Memoria (2007): Ediciones La luna me mira. Impresión: Nuevo Milenio. 10 cuadernos, 14 relatos, donde se afianza la preocupación por ficcionar (o muchas veces, rescatar directamente de la realidad) el ambiente y los acontecimientos trágicos de la generosa generación del 59.

-El Difícil Cuento de la Educación de Mateo Falcone (2009): En imprenta, Ediciones La luna me mira. Impresión: Editorial Endymion. 18 relatos. En toda medida, la continuación de Colección Memoria.